miércoles, 14 de enero de 2015

Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!

A Roma sepultada en sus ruinas

Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas;
y tumba de sí proprio el Aventino.

Yace donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón Latino.

Solo el Tibre quedó, cuya corriente,
si Ciudad la regó, ya sepultura
la llora con funesto son doliente.

¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.



En este soneto, Francisco de Quevedo, poeta español del Siglo de Oro, presenta un paisaje desolado. Pocas realidades pueden suscitar con tanta fuerza el desengaño característico de la poesía barroca como la contemplación de las ruinas de la Antigüedad Clásica. Quien busca a Roma ya no la halla. La descripción de Roma es antropomórfica: es un cadáver. Yace, y su suelo hace de tumba y sepultura. Sus murallas son apenas ruinas, despojos (cadáver). La fuerza aniquiladora del tiempo ha limado hasta las medallas; antes que dinero circulante, serían medallas conmemorativas, recuerdo de glorias pasadas, puesto que la referencia al blasón Latino remitiría al escudo de armas de la ciudad.

Hasta Roma fue vencida por el tiempo. La antropomorfización de Roma, presentada como un cadáver, permite establecer un paralelismo entre el destino de las ruinas y el de todos los bienes temporales del hombre. Las ruinas revelan al ser humano la fugacidad del tiempo y su poder aniquilador. Son una advertencia constante sobre la caducidad de lo temporal. 

En el poema se mencionan dos de las siete colinas de la antigua Roma: los montes Aventino y Palatino. El monte Aventino fue un punto estratégico en el control del comercio sobre el río Tíber. El monte Palatino, la más céntrica de las siete colinas de Roma, se sitúa entre lo que fue el Foro Romano y el Circo Máximo. En el Foro Romano se desarrollaban las principales actividades de la vida social: los negocios, la religión, la administración de justicia y la política.

Foro Romano. Al fondo, el monte Palatino. Crédito: Wikipedia

En el primer terceto se menciona el río Tíber (Tibre en el original), elemento dinámico que articula un dramático contraste: de regar la Ciudad, y por lo tanto, ser fuente de vida, pasó a ser llanto, torrente de lágrimas vertido por Roma con funesto son doliente. La escena destaca el dramatismo ya que la descripción es visual, auditiva y anímica (corriente / funesto son doliente), perceptibles en la contemplación de las ruinas.

La referencia al río permite contrastar el estatismo de los cuartetos, y su descripción de la ciudad muerta, con un elemento natural y dinámico. El río recuerda el motivo heraclitiano. En su doctrina del cambio, Heráclito plantea que el río -que no deja de ser el mismo río-, va cambiando. Una parte del río fluye y cambia: la corriente de agua; pero el cauce, que guía el movimiento del agua, es, en comparación con el agua que fluye, permanente, y algunos autores ven en él el logos que todo rige.

Río Tíber (Roma). Crédito: Wikipedia

En el soneto, por un lado la corriente del río ha cambiado: ha pasado de ser agua de riego (fuente de vida) a llanto sobre la sepultura (lágrimas para un muerto). Por otro lado, el motivo del cambio permite articular el terceto final, que expresa, paradojalmente, la huida de lo que era firme y la permanencia de lo fugitivo, figura de la evanescencia típica del barroco y del contraste entre lo efímero y lo perdurable.

Otro contraste, en este caso lingüístico, está dado por el estatismo que sugieren los verbos copulativos ser, yacer y permanecer, aplicados a las ruinas de Roma, y los más claros verbos de acción: buscar, cuyo desencantado sujeto es el peregrino, y huir, acción que corresponde a lo que era firme.

El soneto presenta diversas figuras típicamente barrocas. En principio, el contraste entre la Roma imperial y las ruinas. Varias imágenes representan simbólicamente la vanitas, la vanidad de lo mundano, también característica del barroco. Las ruinas, evidencia de la fugacidad terrena, son un elemento característico en la imaginería vanitativa. También lo es la acumulación de objetos, que las propias ruinas son, al igual que las monedas o medallas, también típicas de las pinturas de vanitas, como puede verse en algunos cuadros de Juan de Valdés Leal o de Antonio de Pereda, entre otros artistas barrocos.

La contemplación de las ruinas de lo que había sido Roma sugiere también el desengaño vital ante la caducidad de lo temporal, motivo característico del barroco. Un peregrino, un hombre concreto es quien contempla las ruinas y asiste al drama de la decadencia romana. La contemplación de las ruinas provoca un profundo desencanto, ya que no era lo que el peregrino esperaba hallar. Es el desencanto del hombre barroco que en vano aspira a encontrar algo perdurable entre las glorias mundanas.

En este soneto se destaca el paso del tiempo como motivo, que en las pinturas de vanitas suele representarse con un reloj de arena. Corresponden al tiempo pasado las referencias a la Roma imperial (ostentó murallas, reinaba el Palatino, regó, huyó lo que era firme) ; y al presente, la referencia a las ruinas (buscas a Roma, no la hallas, cadáver son, yace, se muestran, llora, lo fugitivo permanece y dura).

Acaso la expresión más clara de la fuerza aniquiladora del tiempo se encuentra en el segundo cuarteto, expresada en términos de perdida contienda, en versos unidos por encabalgamiento: “y limadas del tiempo las medallas más se muestran destrozo a las batallas de las edades que blasón Latino”. Las medallas limadas, gastadas, son solo despojos de la gloria mundana. Nada resiste la demoledora y tenaz acción del tiempo.


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Si bien el corpus poético sobre las ruinas comprende diversos períodos de la literatura occidental (Antigüedad, Edad Media, Renacimiento, Barroco, Romanticismo), especialmente desde el Renacimiento la visión de las ruinas atrajo de modo particular la mirada de los artistas.

En 1554 fue publicada una colección de epigramas del escritor italiano renacentista Janus Vitalis; entre ellos se destaca “De Roma”, un poema en latín sobre las ruinas de Roma que influyó en composiciones posteriores. El francés Joachim du Bellay (1522 – 1560), el inglés Edmund Spenser (ca. 1522 – 1599), el español Francisco de Quevedo (1580 – 1645) y el poeta de origen polaco Mikołaj Sęp Szarzyński (ca. 1545 - 1581) entroncan en esta tradición textual, a la que posteriormente se uniría también, entre otros, el español Gabriel Álvarez de Toledo (1662 - 1714). De modo que “Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!”, de Quevedo, forma parte de una tradición de poemas que comparten la misma temática.


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Las causas de la ruina del Imperio Romano*

En el precio, el favor; y la ventura,
venal; el oro, pálido tirano;
el erario, sacrílego y profano;
con togas, la codicia y la locura.

En delitos, patíbulo la altura:
más suficiente el más soberbio y vano;
en opresión, el sufrimiento humano;
en desprecio, la sciencia y la cordura,

promesas son, ¡oh Roma!, dolorosas
del precipicio y ruina que previenes
a tu Imperio, y sus fuerzas poderosas.

El laurel que te abraza las dos sienes
llama al rayo que evita; y peligrosas
y coronadas por igual las tienes.

* [Francisco de Quevedo, sonetos publicados póstumamente en El Parnaso español (1648)]


En los cuartetos de este soneto de Quevedo predomina la sintaxis enumerativa, como expresión de la acumulación barroca. Los elementos enumerados son las causas de la ruina del Imperio Romano, como lo señala el epígrafe del poema. Los desvalores presentes se oponen a las virtudes pasadas. La codicia, la locura, la soberbia y la vanidad son favorecidas. La sciencia y la cordura son despreciadas. Los delitos merecen reconocimiento y no condena. Los favores, la venalidad, el poder del dinero y el uso profano del erario se han hecho habituales. Los habitantes de Roma, en búsqueda de su grandeza, han traicionado las virtudes de los fundadores. Todo ello anticipa la caída y ruina del imperio. La misma gloria (laurel) que corona a Roma atrae la desgracia, como un rayo fulminante.

Este poema también presenta elementos de la imaginería vanitativa, como el laurel (la gloria), el oro, símbolo de las riquezas, y la propia acumulación, en este caso, figurada por la sintaxis enumerativa.

Aquí se destaca la degradación moral por sobre la caducidad material, en relación con la decadencia de Roma. El paso del tiempo aparece tematizado, pero no retrospectivamente sino prospectivamente. En el presente del poema se describe la degradación moral del imperio, que es una promesa de su ruina futura. Dentro del sistema simbólico vanitativo, el reloj que indicaría el paso del tiempo en el poema señala la corrupción como un proceso en marcha, y se refiere al tiempo veloz en curso.

Sin embargo, lo que atrae la fulminante destrucción a Roma no es en este caso la tenacidad del tiempo, sino la propia corrupción. Mientras que en el primer soneto de Quevedo se destaca la caducidad de la materia y de la gloria mundana, en el segundo lo central es la corrupción moral. En ambos casos está presente la idea de decadencia y desintegración que conduce a la ruina. 

En los dos sonetos encontramos también resonancias de los tópicos literarios tempus fugit (el tiempo huye), contemptu mundi (desprecio del mundo) y ubi sunt (¿dónde están?), que con distintos acentos hacen referencia a la fugacidad de las glorias mundanas.

Por cierto, los dos poemas se refieren al Imperio Romano. Sin embargo, en ellos hay palabras que pueden vincularse también al léxico religioso, como peregrino, sacrílego, profano y soberbio.

El primer poema está dedicado a la propia Roma en ruinas, según se expresa en el epígrafe: A Roma sepultada en sus ruinas; asimismo, se dirige a una segunda persona: “¡oh, peregrino!”. Por un lado, un peregrino es simplemente alguien que anda por tierras extrañas. Pero además, la palabra peregrino tiene otra acepción, según la cual designa a quien por devoción o por voto va a visitar un santuario. El poeta invoca al comienzo al peregrino y le atribuye el punto de vista. En 1617, el propio Quevedo pudo haber sido aquel peregrino, ya que en una misión diplomática visitó la ciudad eterna y contempló sus ruinas.

Quevedo vivió los tiempos de la llamada Contrarreforma, respuesta católica al cisma protestante. Los protestantes cuestionaron las bases de la Fe y el liderazgo romano. Si bien la Iglesia salió fortalecida en lo doctrinal del Concilio de Trento (1545 - 1563), el cisma protestante dejó profundas heridas y constituía una amenaza.
 

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Siglos después, el drama de la decadencia romana, no ya imperial y pagana, sino papal y cristiana cobra renovada actualidad. ¿Asistimos a la ausencia de Roma en la misma Roma? El peregrino no halla aquello que pretendía encontrar: lo que era firme se ha destruido o ha huido. Lo permanente y estable ha pasado a ser el fugitivo deseo de la novedad, la preferencia por la vanidad de lo temporal y mundano. Aquellos elementos firmes y estables, que solían asociarse a la Roma cristiana, lo permanente: la adhesión a la Verdad; y lo trascendente: el anhelo de eternidad, parecen sucumbir en favor de lo transitorio e inmanente. Contemporizar implica acompañar este movimiento.

En Roma confluyen dos tendencias antagónicas: la permanencia y el cambio. Parece predominar el cuestionamiento de la tradición y la ruptura con el pasado. La preferencia por fugitivas novedades, en detrimento de la tradición, pretendidamente obsoleta, caracteriza nuestro tiempo. No sea que esto atraiga la desgracia como un rayo, sobre las sienes de Roma coronadas de laureles.